Colgados de un gerundio

Historias y diálogos de bares…

Mojito News publica en exclusiva un fragmento de Rojo el tomate, novela en preparación. El pasaje que regalamos está ambientado en un bar de La Habana, pero la historia trasciende la media luz, su banda sonora y el murmullo de la barra.

(…)

Antonio y Marcelo ya se consideraban equilibristas profesionales, porque en cada nota periodística intentaban jugárselo todo, aunque para ello tuvieran que hacer magia con las palabras. Lo que no podían evitar era lo de perder los papeles una que otra vez. Y todo porque su condición de Aries los dotó de valores un tanto irreconciliables con el medio en el que eligieron vivir: ser transparentes y frontales, de los que no se guardan nada y expresan con total claridad y espontaneidad lo que piensan y lo que sienten.

Parece que los astrólogos conceptualizaron el signo zodiacal de los Aries a partir de las características de sus dos personalidades y su correlación con los sucesos terrenales. La naturaleza de Antonio y Marcelo está contada a la perfección en el más frívolo o el más repelente de los horóscopos que sazonan las revistas del corazón: «Personas con sentido del deber, emprendedoras y llenas de entusiasmo. Nacieron líderes, rebeldes y amantes de la libertad y lo nuevo. Son independientes, con energía incontrolable y casi siempre de buen humor, aunque en ocasiones agresivos, posesivos, inquietos, tercos y argumentativos. Se ofenden fácil y es misión imposible hacer las paces con ellos; pero cuando creen en una causa lucharán sin descanso para promocionarla y alcanzarla. En el amor se les reconoce como signo de fuego, por intensos y apasionados. Su planeta es Marte. Y su color favorito es el rojo».

—Vámonos a Marte —dijo Marcelo al escuchar el ruidoso arranque del Lada de la era soviética.  

—¿Serán felices en Marte? —se preguntó Antonio, mientras se abrochaba el cinturón de seguridad. 

En clave, Marte es entre ellos dos la palabra que sirve para nombrar cualquier bar, fiesta, escapada o simple velada en el muro del malecón de La Habana. Su manera camuflada de nunca revelar a cierta gente el sitio exacto al que se dirigen, con el objetivo de que no los encuentren con facilidad. Esta noche las coordenadas de Marte los llevaron hasta El Tocororo, en Tercera Avenida de Miramar, un restaurante-bar de barra artillada y música en vivo, donde todos los viernes sube al escenario el cantautor Polito Ibáñez. La energía y la luz tenue del local permiten la mezcla casi perfecta de chicas solitarias o en pequeños grupos, empresarios extranjeros, diplomáticos, alguna familia con un motivo especial de celebración, nuevos ricos o bohemios con dinero y deseos de ligar o pasar un buen rato. Como un oasis pletórico de elixires, hierbabuena y tapas gourmet, ambientado por el murmullo de gente discreta o vulgar y la mezcla de perfumes caros con otros falsos. Escenario para épicos duelos de miradas, de esas que sacan chispas cargadas de estrógeno y testosterona. 

A duras penas, Antonio y Marcelo alcanzaron las dos últimas banquetas libres en la punta de la barra de cedro pulido. El barman les puso dos copas y descorchó la botella de vino que seleccionaron al azar, un Sangre de Toro de bodegas Torres. 

—Por Marina que se fue como una campeona —brindó Antonio, copa en alto. 

—Que vuele alto Marina y te acompañe siempre —brindó Marcelo. 

¡Chinchín! —dijeron a coro. 

El barman, que parecía concentrado en una batería de mojitos, se incorporó al brindis con inusual jovialidad. 

—¿Saben de dónde salió el chinchín? No es ni una onomatopeya ni imita el sonido de los cristales al chocar. Lo pusieron de moda los ingleses, quienes lo tomaron de una expresión china: ¡ching ching!, que quiere decir ¡por favor, por favor! Una forma muy cortés de invitar a un brindis.  

Acercó un vaso para brindar con Antonio y cerró su intromisión con una pregunta. 

—¿No lo sabías, porque esos ojos delatan que eres medio chino? 

—¿Dónde lo aprendiste? —quiso saber Antonio. 

—Soy filólogo, pero lo descubrí en la Feria de Turismo de Shanghái, donde pasé una semana entre mojitos, cubanitos y cubalibres. De las palabras solo no se vive —dijo el barman sin saber que le hablaba a dos periodistas. 

—¿Y qué tal las chinas? —indagó Marcelo. 

—Interesadas en los cubanitos, dudosas de los cubalibres, pero locas por los mojitos —bromeó el barman. 

A la risa cómplice de los tres sobrevino un silencio difuso… Este fin de semana de julio de 2006 había sido uno de los más largos en la existencia de Antonio. Desde las diez de la mañana del viernes, cuando los sepultureros del Cementerio General de Camagüey dejaron caer con descuido la losa que sellaría la tumba de su madre, hasta cuarenta y ocho horas más tarde, sentado en la barra de El Tocororo, su cabeza nunca dejó de funcionar como una obstinada máquina del tiempo. Intentaba recomponer el rumbo torcido de la historia familiar que no tenía remedio, porque estaba ejecutada y escrita. Le costaba entender que su madre Marina hubiese entrado en aquel panteón todavía joven. Le consolaba saber que descansaba junto al abuelo, merecedor de un epitafio exquisito que paraba en seco a los curiosos visitantes del camposanto: «Chung Wong Lee (1842-1950), soldado mambí que se salvó de todos los combates y al final terminó aquí».  

Mientras recordaba detalles de la siembra de su madre, más de una vez las copas de vino tocaron fondo. Marcelo ordenó al barman el descorche de otra botella de tinto Sangre de Toro. Se voltearon en la barra, porque el mulato Polito Ibáñez cantaba ya su primer tema de la noche y sus jóvenes admiradoras, atrincheradas en las mesas frente al escenario, coreaban fervorosas lo que parecía una declaración de principios: «Cada día al probar fortuna le llamamos vida/tienes un amigo según como vivas/si tienes un nombre tienes una vida/a los que no aplastan le niegas la vida/riñes por un precio, vienen las heridas/buscas las ventanas la ciudad dormida/y siento se nos va, la vida». 

—La letra de esa canción es como el pan nuestro de cada día —aseguró Marcelo. 

—El pan mío se complicó. Tuve que perder un tesoro para descubrir una fortuna. ¿Te acuerdas de aquellas anécdotas de mi bisabuelo español? —preguntó Antonio, deseoso de desahogarse. 

—¡Cómo olvidarlo! El terror de las mulatas en los campos de Cuba. 

—No bromees que esto es serio. Tres días antes de morir, Marina ha lanzado la bomba de que tenemos una herencia en Andalucía —dijo Antonio en un susurro, mientras el barman les dejaba unas aceitunas. 

—¡Una herencia! ¿Cuándo nos vamos? Voy hasta de escudero —soltó Marcelo entre broma y asombro.

—No me hagas reír.  

—¿Antonio, tú sabes cuánta gente aquí está esperando una herencia en España o en el fin del mundo? —preguntó Marcelo. 

El amigo solo quería hacerle entender que su suerte era el anhelo de otros. Pero Antonio estaba deseoso de explayarse y le respondió con un monólogo agrio. Marcelo, concentrado en dos chicas que acababan de entrar al bar, no lo vio venir…  

—¡Esperando! Ese gerundio embrujado es el problema de muchos cubanos. ¿A cuántos se nos va la vida a la espera de que algo mejor ocurra? Mi bisabuelo Antonio Rojo García murió bajo las bombas esperando el fin de la guerra. Mi bisabuelo Chung Wong Lee partió con más de cien años esperando regresar a su aldea en China. Mis cuatro abuelos murieron esperando poder disfrutar la felicidad prometida. Mi viejo murió de un infarto esperando el fin del bloqueo y del período especial. Marina, mi madre, acaba de morir esperando que la quimio hiciera un milagro. Y nosotros estamos aquí a mitad del 2006, con casi cuarenta años en las costillas, esperando a ver en qué coño invertimos el futuro. La espera, Marcelo, nunca formó parte de la solución.

—Cojones, no será la solución, pero es la vida. Mira a nuestro alrededor: aquella rubia espera que llegue el hombre que la sacará de Cuba. Y esa mulata, menos pretenciosa, espera que alguien le pague cien dólares por su culo esta noche. Y la madura sensual del vestido corto, la que mira con ojitos libidinosos a las chicas de la primera mesa, espera que alguna le sostenga la mirada para invitarla a una copa y después llevársela a su casa. Tú y yo esperamos que aquellas dos acaben de decidir si se van esta noche con los dos turistas franceses o con nosotros. Y hasta Polito Ibáñez seguro espera que su canción se haga realidad. Vamos, cantemos con él: «Los demonios del alma están sueltos/la lujuria se revuelca en el sofá/la gente quiere tumbar todos los muros/y sentir que nada debe a los demás». 

Antonio volvió a vaciar la copa con sed. Para no dejar tabla el debate balbuceó algo en voz baja.    

—¡Qué grande eres Polito! A toda esta mierda le llamamos vida. Vamos tan mal que de un gerundio cuelga el futuro de la patria.  

—Para ya. No confundas este micro mundo con Cuba. Estamos en Marte, de la puerta de este bar hacia afuera la vida es otra cosa. Ni la prostitución es el escape de todas las cubanas, ni este es el bar habitual de la gente común, ni el lugar de encuentro de nuestros colegas…

—¡Qué jodido está Marte! —concluyó Antonio con voz cansada. 

La noche se puso maldita mientras avanzaba la madrugada habanera. Entre canciones, alcohol, tabaco, murmullo y escenas cada vez más calientes todas las esperas que flotaban en el ambiente comenzaron a encontrar su desenlace. La señora cincuentona que había llegado sola, pidió al camarero dos caipiriñas bien cargadas de aguardiente Santero y comenzó a atornillar su lengua con pasión entre los labios carnosos de la joven que acababa de alquilar, como si se tratase de una máquina de placer. Los dos empresarios italianos ya pasaban de cachondos, rodeados por las cuatro chicas que celebraban alegres el contrato de orgía que acababan de cerrar. «Divertiti, la vita è breve», dijo en voz alta la más ebria y recibió un aplauso como respuesta. Dos turistas españolas, elegantes y circunspectas, le entregaron al sonidista una servilleta doblada en cuatro, donde escribieron una nota picante con la ilusión de que llegara a las manos del cantautor Polito Ibáñez: «Mulato, te contratamos para que este concierto continúe más íntimo en nuestra habitación. Hotel Meliá Habana. Suite 69». Y el barman, que espío a los dos amigos periodistas detrás de la barra, llamó aparte a dos chicas y les habló con el lenguaje autoritario de los proxenetas…

Nadie podría imaginar en el bar que el hombre servicial y de buen rollo, además de propinas y ganancias por la coctelería adulterada, también se rebusca un extra con el comercio de la carne. Se inclinó sobre dos vasos altos con Cubalibre y les dijo en voz baja: «Muchachas, dejen de perder su tiempo con aquellos dos viejos babosos, estos dos cuarentones de la esquina son cubanos, pero se gastan su plata. Van por la tercera botella de vino y han hablado hasta de una herencia en España. Me conformo con un diez por ciento de esa conquista». Y las dos mujeres, como alumnas aventajadas del filólogo, barman y chulo, se miraron al unísono con picardía, se sonrieron con malicia y cambiaron de presas. Agarraron sus tragos y se fueron con sensual vuelo de caderas al otro extremo, donde Antonio y Marcelo discutían sus puntos de vista sociológicos sobre la prostitución en Cuba. 

—Hola, soy Samanta. Y ustedes están tan solitos que parecen una parejita —dijo la mulata de la falda más corta para romper el hielo. 

—Buenos días. Desde anoche las esperábamos —ripostó Marcelo tras consultar el reloj. 

—La noche tiene su precio, el amanecer también. Cien dólares por cada una y si tienen ustedes la fantasía del noventa y nueve por ciento de los chicos, ofrecemos el mejor show lésbico real de La Habana por cien dólares más —dijo Vanesa, como si repitiera el guion de un comercial porno. 

—Pues yo soy del uno por ciento que se pierde ese show en contra de su voluntad. No tengo para pagarlo. Aquí el que está por cobrar una herencia es mi amigo Antonio —dijo Marcelo mitad en broma, mitad en serio, mientras le pasaba la palabra por debajo de la mesa con un puntapié en la pierna.  

Antonio las escaneó de arriba abajo y decidió continuar el troleo de su amigo. 

—Lo más que puedo hacer es empeñar mi palabra. Con la herencia, más adelante, quizás podamos hasta invitar a Sabina y pagar diecinueve días y quinientas noches de rumbas y orgías. 

—¿Qué beben? —preguntó Vanesa. 

—Esto es O+, pero los españoles le dicen Sangre de Toro —se saboreó Marcelo, extendiendo su copa a la joven. 

—Pues compren dos botellas más de la sangre del toro y vámonos de este bar antes de que amanezca. Ustedes parecen buenas personas y se han encontrado con las chicas más locas y nobles de Pinar del Río —dijo Samanta, segura de que aquello era una inversión a largo plazo.

(…)

Polito Ibañez, autor e intérprete de Cada Día, la canción del bar de nuestra historia

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Sangre de Toro (+18/Ligador)

Esta entrada no se comparte con un coctel, porque la historia tiene su bebida favorita: Sangre de Toro, la elección de Antonio y Marcelo es un referente mundial del vino español de calidad. Un clásico, elegante y versátil que expresa la más pura esencia del Mediterráneo. Es, además, patrocinador de la selección de fútbol de España, porque La Roja también tiene sangre de toro.

  • Familia Torres y Sangre de Toro
  • Denominación de Origen: Catalunya, reconocida como una garantía de calidad.
  • Uvas: Cariñena, Garnacha tinta, Garnacha negra.
  • Maridaje: Es un vino versátil, que acompaña perfecto los platos tradicionales como la Paella o creaciones modernas como las tapas.
  • Su nombre es un homenaje a la tradición mediterránea del cultivo de la vid, donde el toro era el símbolo de la cultura del vino.

(Lo dicen los que saben: #MixealoWines)

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5 comentarios en “Colgados de un gerundio

  1. Me pasó lo que sucede con te empatas con una buena historia, que me quedado colgado y con ganas de seguir leyendo/bebiendo, de saber más. Brindo por Antonio y Marcelo, pero sobre todo por la novela. Abrazos

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